La primera vez que escuche esa frase, fue para referirse
a una persona que salta hacia el agua desde una altura muy alta, sin saber como
va a resultar tras la caída. No importa que sea agua. Si uno no consigue estar
en la posición adecuada mientras está en el aire, la misma fuerza del agua ante el impacto puede matarte.
Pero en un sentido más simbólico, un salto de fe puede
interpretarse como “arrojarse” ante lo que hay delante sin saber con exactitud
lo que se pueda llegar a encontrar al final. Lo cual nos hace suponer, que hay
más de un tipo de saltos de fe. Evidentemente, cuanto más alto, más arriesgado
será el salto. Pero no vayamos a los extremos, sino a los típicos saltos de fe
que podemos encontrarnos la mayoría de nosotros en la vida…
¿Cómo reconocer un salto de fe cuando se nos aparece?
Simple:
Cuando por fin encontrás un nuevo trabajo porque tu
trabajo actual es muy tóxico y no sabés como te va a ir en el nuevo (mejor,
igual o peor), eso es un salto de fe.
Cuando dejás a tus “amigos de siempre” porque te diste
cuenta que son de todo menos amigos y tomás el valor de estar en soledad para
aventurarte a ver qué nuevas personas surgen, eso es un salto de fe.
Cuando más bajo no podés caer con respecto a tus propios
problemas y decidís buscar ayuda profesional sin saber cómo será tu futuro, si
van a volver a confiar en vos o si vas a estar a la altura de las
circunstancias para salir del pozo, eso es un salto de fe.
Cuando te arriesgas a estar en pareja con alguien
sabiendo que uno nunca llega a conocer del todo a la otra persona e intentar
formar proyectos con ella, eso es un salto de fe.
Parece ser que mucha gente toma el asunto de los saltos
de fe como una decisión arriesgada, casi suicida, en la cual la derrota está
asegurada… y en los casos donde NADA garantiza que uno pueda recuperarse de
ello, tal vez tengan razón. Pero yo creo que, en realidad, hacer un salto de fe
en momentos clave de la vida, es incluso necesario y no precisamente un
callejón sin salida. De hecho, un salto de fe no tiene por qué ser a 100
metros de altura… pueden ser de 30 metros, o de 10, o incluso parecer que son peligrosamente
altos y ser tan solo un salto de 2 metros.
Como buen aristotélico, siempre sostengo que la armonía
está en la mitad de ambos extremos. Puede haber matices mas claros o mas
oscuros, pero estar haciendo saltos de fe todo el tiempo es tan dañino como no
hacerlos, aunque sea una o dos veces. O en su defecto, aunque suene
pretencioso, hacer un salto de fe calculado.
¿Es posible hacer semejante acto de manera calculada? Yo
creo que sí. Tal vez “calculado” no sea la palabra adecuada, sino tener la capacidad
de analizar e hipotetizar cuánto puede uno ganar o perder… y si está el riesgo
de perder, corroborar que se pierda lo menos posible como para seguir adelante.
Si yo estoy frente a un acantilado y al fondo solo hay rocas,
seguramente no saltaría (aunque otras personas elegirían saltar igual y
estrellarse contra el vacío). Ahora bien, si en lugar de eso observo que no hay
más que agua, ahí toma otro color: seguramente podría analizar a ojo cómo tirarme
desde allí sin matarme (por ejemplo, rodear un poco el acantilado a ver si hay
una altura más baja, observar el agua para ver si no hay rocas cerca, tirarme
sin extender los brazos para no fracturármelos ante el impacto del agua, etc.).
Hay maneras y maneras de hacer un salto de fe, y no solo
importa dónde hacerlo sino CÓMO hacerlo. Un salto de fe, por como yo lo veo, es
aventurarse a la incertidumbre. Atreverse a caminar por un terreno que no se sabe lo que pasará. Que en semanas, días o incluso horas,
todo puede suceder, y que todo puede cambiar en cualquier momento. Un día estas
lo más bien en tu trabajo, al otro día te pueden quitar horarios porque no hay
presupuesto para pagar más. Un día podés estar celebrando en familia, al otro
día fallece uno de ellos y toda reunión futura se desmorona.
Todo es incierto. Lo único cierto es poder atreverse. Y
mejor todavía SABER cómo atreverse.