La
definición de ansiedad hoy en día es común en cualquier persona y además
contemplada de manera multifacética (abarca aspectos físicos, conductuales,
mentales, emocionales, socioculturales, entre otros). Sin embargo, esto es
resultado de un arduo trabajo realizado por muchos profesionales a lo largo de los
años, por lo que es necesario ahondar este fenómeno desde sus definiciones
históricas y cómo fueron desarrollándose hasta llegar a las definiciones
actuales.
La
definición más clásica de la ansiedad establece que se trata de un estado mental caracterizado por una gran
inquietud, una intensa excitación y una extrema inseguridad. Dicho estado
mental es producido por un conjunto de sensaciones que la persona los percibe
en la forma de miedos y/o preocupaciones. En situaciones extremas, estas
sensaciones pueden ser tan fuertes que incluso podrían interferir con sus actividades.
A
principios del siglo XX, la ansiedad era originalmente contemplada desde sus aspectos
biológicos y concretamente desde los procesos de “lucha y huida” generados por
el sistema nervioso autónomo. Este proceso descrito por Canon, (citado en Clark
y Beck, 1985) durante los años ’20, lo describía como una respuesta defensiva
automática que implicaba principalmente conductas de abandono o de combate. Sin
embargo, al pasar las décadas, definir la ansiedad comenzó a complejizarse de
tal manera que fue necesario ser estudiada desde varios aspectos,
transformándose en una condición multifacética.
Durante
la década del ‘80, Clark y Beck (1985) definieron a la ansiedad como una
condición necesaria del ser humano que se encuentra en todos los aspectos de la
vida. Sin embargo, la mayoría de los estados de ansiedad son propensos a
desarrollarse dentro de un contexto de presiones, demandas y estreses que
afectan en mayor o en menor medida a la cotidianeidad de una persona.
A
medida que el concepto de ansiedad fue expandiéndose, surgieron otras
problemáticas a tener en cuenta: poder diferenciar
la ansiedad del miedo y determinar qué
reacciones ansiógenas traspasan de la normalidad a la anormalidad.
¿Por
qué son importantes estas diferencias? En primer lugar, la diferencia entre
ansiedad y miedo han dado lugar a distintas confusiones e inexactitudes del
concepto original, tales como “susto”, “pánico”, “terror” y “nervios”, debido a
las experiencias subjetivas vivenciadas por las personas a lo largo del tiempo.
Barlow (2002, citado en Clark y Beck, 1985) definía el miedo como una emoción
básica del ser humano, es decir, una “alarma primitiva” que acciona en
respuesta ante un peligro presente; y la ansiedad propiamente dicha genera un
estado afectivo negativo que está orientado hacia el futuro debido a
percepciones incontrolables ante acontecimientos potencialmente peligrosos. En
definitiva: el miedo se activa inmediatamente ante un peligro presente y la
ansiedad se anticipa ante un posible peligro futuro que no ha sucedido.
En
segundo lugar, el umbral existente entre normalidad y anormalidad con respecto
a la ansiedad gira en torno a varios criterios: razonamiento erróneo frente al
potencial de amenaza, períodos excesivamente prolongados de ansiedad y ver
situaciones amenazantes donde no las hay (generar “falsas alarmas”).
Por
otro lado, Ellis (2000) definió la ansiedad como un conjunto de sensaciones
molestas y de tendencias a la acción que permiten dar cuenta de que pueden
ocurrir hechos desagradables. Esto quiere decir que, ante la situación de un
posible peligro, la ansiedad sirve como un estado de alerta para realizar una
determinada acción; pero en casos extremos estas manifestaciones ansiosas
pueden ser perjudiciales e incluso contraproducentes ante la situación que lo
genera.
En ese
sentido, se podría indicar que el grado de ansiedad en una persona depende
estrechamente del grado de vulnerabilidad que posee ante situaciones intensas
que sean propicias a generar ansiedad. Hablar de vulnerabilidad remite a una
característica oculta que, según Barlow (2002, citado en Clark & Beck,
1985), son producto de repetidas experiencias de olvido, de abandono, de humillación
e incluso de trauma que se producen durante la infancia y adolescencia, y que
permanece allí hasta que se produce un suceso detonante que la activa (Clark
& Beck, 1985). Si esta vulnerabilidad está muy arraigada a la personalidad,
se pueden encontrar predisposiciones hacia la emocionalidad, es decir, que la
persona será susceptible a poseer diversos rasgos como: ser excesivamente
emocional, excesivamente ansioso, tener estados anímicos cambiantes,
sobrereaccionar ante diversos estímulos, poseer baja autoestima o rumiar sobre
errores pasados y frustraciones. Todos estos rasgos vinculados a la vulnerabilidad,
y que posteriormente darán lugar a diferentes estados de ansiedad, han sido
investigados por diversos autores a lo largo de los años (Eysenck &
Eysenck, 1975; Watson & Clark, 1984; Reiss, 1991; citados en Clark &
Beck, 1985).
Si se
traslada el fenómeno de la ansiedad hacia las experiencias que deben atravesar
los estudiantes universitarios durante sus instancias de exámenes, esto implica
establecer un manejo de la ansiedad que puede ser adecuado o inadecuado a fin
de poner en marcha determinados mecanismos relacionadas al procesamiento de la
información, a los esfuerzos sostenidos y a la capacidad de respuesta ante
situaciones potencialmente estresantes (Furlan, Kohan Cortada, Piemontesi &
Heredia, 2008). En ese sentido, la
ansiedad ante los exámenes (en adelante: AE) tiene como aspecto central la
anticipación del fracaso y sus consecuencias negativas, tales como la disminución
de la autoestima, la valoración social o la perdida de algún beneficio esperado
(Furlan et al. 2012). Una preparación deficiente durante estos exámenes puede
llevar al estudiante a percibir la situación como amenazante y en consecuencia
experimentar una elevada ansiedad (Medrano & Moretti, 2013). Por otro lado,
también puede agregarse que la AE se caracteriza por responder con excesiva
ansiedad ante contextos relacionados al rendimiento académico (Hodapp, Glazman,
& Laux, citados en Piemontesi & Heredia, 2011).
La
definición conceptual de la ansiedad ante exámenes ha ido evolucionando al
pasar los años, tal como sucedió con la definición original de ansiedad. Al
principio se la considero como una construcción unidimensional que involucraba
exclusivamente aspectos cognitivos, conductuales y fisiológicos, perteneciendo
respectivamente a pensamientos inadecuados, movimientos nerviosos y taquicardia
(Medrano & Moretti, 2013). Pero a partir de la década del ‘60 se comienzan
a realizar ciertas especificaciones sobre esta variable, concretamente se
diferencia el “estado de ansiedad” del “rasgo ansiógeno” siendo este último una
característica estable de la personalidad. Además, se diferencia de manera más
precisa los componentes principales de la experiencia ansiógena: según Liebert
& Morris (1967) existe un componente cognitivo asociado a la preocupación y
un componente afectivo relacionado a la emocionalidad con la que es investida
dicha experiencia. Posteriormente, Sarason (1984) reformularía este dualismo
convirtiéndolo en un enfoque multidimensional: preocupación, pensamientos
irracionales, tensión y síntomas corporales.
Teniendo
en cuenta los enfoques anteriormente mencionados, los estudiantes que cuenten
con herramientas adecuadas pueden utilizarlas para reducir de forma
considerable los efectos negativos de la ansiedad y conseguir así un buen
rendimiento. Por el contrario, aquellos que no cuenten con los recursos
apropiados para enfrentarlo presentarán un déficit en su desempeño académico.
(Piemontesi, Heredia, Furlan, Sánchez-Rosas, Martínez, 2012). Esto último viene
a colación de que una elevada AE está precisamente asociada no sólo al bajo
rendimiento académico sino también a una inadecuada preparación, escasa
habilidad para el estudio y tendencia a afrontar de manera poco adaptativa las
situaciones generadoras de estrés (Furlan et al., 2012). Investigaciones
recientes (Furlan, Rosas, Heredia, Piemontesi & Illbele, 2009) afirman que,
para comprender la AE de los estudiantes universitarios, es preciso analizar
las estrategias de aprendizaje que éstos utilizan durante la fase de
preparación.
Diversos profesionales
que investigan acerca de los procesos mentales en la persona (Naveh–Benjamín,
McKeachie & Lin, 1987) establecen que la información aprendida se procesa
en cuatro etapas: codificación, organización, almacenamiento y recuperación. Por
lo tanto, se teoriza que el bajo rendimiento de estudiantes con elevados
niveles de ansiedad puede darse por problemas
en la organización o en la recuperación de la información, generando una
interferencia atencional y un déficit en el aprendizaje de la información
recibida.
En el
caso específico de los exámenes orales, se puede apreciar que durante esta
instancia no sólo se pone a prueba los conocimientos que el estudiante ha
adquirido, sino que además permite dejar en evidencia cuál es su capacidad interpersonal
para establecer un intercambio social con otro, siendo en este caso el profesor.
Para ello requiere un adecuado desarrollo en habilidades sociales que implican
organizar el material mentalmente y saber expresarlo en forma narrativa de
manera coherente, lo cual marca una diferencia particularmente grande respecto
a otros tipos de exámenes recurrentes, como los escritos. Los estudiantes con
elevada AE manifiestan una tendencia mayor hacia el uso de estrategias
superficiales de procesamiento y un afrontamiento con actividad mental autocentrada
o recurrente en torno al problema (Furlan et al., 2012). De alguna manera,
dichas estrategias promueven en su mayoría conductas de evitación y procrastinación,
también asociadas a la AE (Furlan et al., 2012).
Resulta evidente que una de las principales condiciones asociadas a la AE la
constituye precisamente la evaluación académica, que en ocasiones supone una respuesta excesiva del estudiante al producir una sobrecarga en la memoria
de trabajo, interfiriendo con las respuestas
cognitivas encaminadas a la resolución de la
tarea y por ende aumenta la ansiedad
percibida (Lancha & Carrasco, citados en Ávila-Toscano et al., 2011).
Estas dificultades, tan habituales en los estudiantes universitarios, vienen
aparejadas con cierta frecuencia a varias conductas tales como el aumento del consumo de café, tabaco o alcohol, reducción de horas de sueño y otras formas de inadaptación. Todas estas conductas contribuyen a la desconfianza que
los estudiantes tienen de sus propias posibilidades (Ávila-Toscano et
al., 2011). En situaciones extremas puede suceder que muchos estudiantes,
debido a estos miedos e inseguridades, puedan llegar incluso a abandonar sus
estudios. Esto suele suceder cuando la persona se encuentra en presencia de una
situación específica o bien cuando anticipa su aparición y sus posibles
consecuencias.
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